domingo, abril 20

Otro 20 de abril

El fin de semana había sido un poco extraño. El alcohol y el humo de los bares nublaban el recuerdo de las últimas horas. Unas botas altas y un baño sin baldosas era lo poco que aparecía claramente y de forma casi obsesiva en su memoria. Eran las 3 de la tarde cuando despertó, sin ganas de nada y con la habitación revuelta y dando vueltas. Un par de aspirinas y un tomate en el desayuno le ayudarían a sobrellevar el trance de un domingo de resaca que se preveía tedioso e interminable. El móvil no sonó en toda la tarde. Ni la puerta. No hubo mensajes en el correo. Ni en el tuenti. El mundo permanecía inactivo, como ella (o como él), como los que esa tarde no dieron señales de vida. Las 8 era una buena hora para una siesta improvisada que terminó abruptamente cuando el rugido de su estómago vacío resonó en el silencio de la casa. La cena, también improvisada, consistió en una bolsa de salchichas sin calentar y embadurnadas en ketchup que le supieron a gloria. Un poco de música para relajarse, sería lo mejor después de aquel fin de semana tan raro y de ese domingo tan triste. Estaban a punto de ser las 12 cuando sonaron Celtas Cortos. Y aquel 20 de abril se fue sin avisar, tal y como había llegado y sin que nadie se hubiera acordado de desearle feliz cumpleaños.

sábado, abril 12

Como la vida misma

Y me ha dado por escuchar Amy Winehouse y empiezo a escribir diciendo "y". Algo raro está pasando, aunque, bien mirado, lo raro es que pase algo. Me he quedado sola en casa y es un sábado por la tarde, de esos tontos que me dan de vez en cuando y que hacía tanto tiempo que no me daban. A ratos me siento sola, a ratos acompañada, depende de si la canción empieza o deja de sonar.
Acabo de leer que el libro favorito de los estadounidenses es la Biblia. ¿Cuál será el de los españoles? Probablemente alguno de Dan Brown o, con un poco de suerte, Harry Potter. Los sábados por la tarde entrar al Reina Sofía es gratis. Se forman colas de apenas cinco minutos.
Mi hermano se ha dejado la puta ventana abierta. Acabo de descubrir que ese era el motivo por el que tenía tanto frío. Una lástima. Yo que empezaba a pensar que iba a vivir una interesante aventura rodeada de fantasmas...
Ya sé, sé leer y lo veo tan claro como vosotros: esta entrada no tiene sentido. Pero ése es, precisamente, el sentido de esta entrada, que no tenga lógica, que las ideas surjan sin orden ni concierto, que todo parezca tan absurdo que den ganas de vomitar, que impere el caos, que muerda. Así es la vida también y nadie dice nada, así que a mí no me vengáis con quejas: me he limitado a redactar el mundo tal y como surge y sucede a nuestro alrededor. El libro de reclamaciones pedídselo a Dios, en todo caso. O mejor, a los americanos, que igual lo comprenden todo mejor, de tanto como leen la Biblia.

domingo, abril 6

La senda de los lobos

- ¡Vayamos a ver el eclipse desde la roca!

Estaban borrachos así que a todos les pareció la mejor de las ocurrencias. La roca estaba en mitad del campo, en mitad de la nada. Cuando acababa la carretera que subía a la Fuente de la Reina, comenzaba un camino que en el pueblo conocían como la Senda de los Lobos. La senda estaba repleta de leyendas oscuras y desapariciones misteriosas. Pero el vodka había ahogado cualquier atisbo de temor y aquellos cuatro jóvenes se dispusieron a recorrer el camino al que muy pocos habían osado a acercarse una vez caía la noche.

Compraron unas litronas en la gasolinera “por si nos da sed” y algo de chocolate para Miriam, que un rato antes se había sentido algo indispuesta: “será mejor que no fumes más esta noche”, comentó Saúl mientras la asía firmemente por la cintura.

El primer tramo de la caminata se les hizo cortísimo. Andaban por mitad del asfalto, cantando a voz en grito, molestando a los pocos vecinos que habitaban la zona y deteniéndose para apedrear las farolas que encontraban a su paso. Miriam manifestó sus dudas al respecto, le daba miedo quedarse a oscuras estando tan cerca de la Senda de los Lobos. “¿No ves que hay luna llena, boba? ¿No ves cómo brilla? En cuanto te acostumbre, verás casi, casi como si fuera de día.” Alberto y Diego caminaban unos metros por delante y, al llegar al final de la carretera, se detuvieron para esperar a la pareja.

- Aquí comienza la senda.

Un paso, bastaba un paso para darse cuenta: del asfalto a la tierra apenas compacta; de la luz de las farolas al brillo tenue de una luna que luchaba por llegar a través de la densa niebla; de los sonidos familiares del pueblo, al ruido inquietante del campo abierto… Comenzaron a caminar juntos, formando una piña, quizá ya con un poco de miedo en el cuerpo. Diego y Alberto decidieron que era un buen momento para narrar algunas de las historias que les había contado su abuelo. El abuelo se hizo cargo de ellos cuando sus padres murieron en el incendio de la casa hacía ya casi 10 años. Nunca hablaban de aquello, pero los dos mostraban un carácter, en cierto modo, siniestro.

- Los lobos no mataron al pastor, fueron los duendes que viven en el roble viejo que hay junto a la roca.

- Sí, primero le comieron los pies mientras dormía. Lo hacían de tal forma que el pastor no se daba ni cuenta.

- Como cuando las ratas se comen el cartílago de las orejas.

- Luego le despertaron, para que viera lo que pasaba.

- No paraban de reír. El hombre trataba de levantarse, de reptar para poder huir… y ellos no paraban de reírse.

- Evidentemente, el pastor no logró escapar y los duendes se abalanzaron sobre él para acabar con lo que restaba.

“¿Queréis parar? Estáis asustando a Miriam”. Alberto y Diego se echaron a reír. Eran solo leyendas, historias de viejos. No había nada que temer.

Poco antes de llegar a la roca, los hermanos se separaron del grupo y unos minutos después, Miriam cayó en la cuenta de que habían desaparecido. “Por algo les llaman ‘los mágicos’. Tienen el don de aparecer y largarse de los sitios sin que nadie se dé cuenta. Se habrán cansado de andar y habrán decidido volver. No te preocupes por ellos: estarán bien”.

Al llegar a la roca, se tumbaron boca arriba para ver el eclipse. Llegaron justo cuando la luna parecía un anillo plateado de dimensiones descomunales. Saúl decidió que era el momento perfecto para empezar a meterle mano a Miriam. Al principio ella se resistía, decía que tenía la sensación de que alguien les observaba. “No es posible, tontita, estamos completamente solos…”. Se dejó convencer y acabó cediendo a los deseos de su novio. Como siempre. “Voy a echar un meo antes, no tardo”. Se despidió con un beso en la frente de la joven que, unos minutos más tarde, se quedó completamente dormida por efecto de la borrachera. Su sueño fue superficial e intranquilo. Cuando despertó, la luna volvía a estar casi entera, pero Saúl aún no había vuelto. Sintió cómo algo viscoso, caliente, mojaba su mano. A la luz de la luna pudo ver que era sangre. “Sauuuuuuuuuuuúl”. El grito de la joven resonó como un aullido. Oyó una carcajada a sus espaldas. Era una voz familiar. “¿Es esto lo que buscas?”, Era Diego, era Diego agarrando la cabeza de Saúl por el pelo. La arrojó en dirección a Miriam mientras Alberto reía la ocurrencia de su hermano. Ella quiso gritar, pero ocurrió algo, algo inesperado: no se dejó llevar por la histeria. “No seré como esas rubias estúpidas de las películas que gritan y gritan, sin hacer nada útil por salvar su vida. Me defenderé y huiré lo más rápido que pueda. Me salvaré”, pensó. Su mano palpó la roca hasta llegar a unos guijarros que lanzó a Diego con todas sus fuerzas. Fue entonces cuando descubrió que su plan hacía aguas. Lloró de impotencia, gritó de desesperación, mientras Alberto y Diego dejaban resonar sus carcajadas. Trato de levantarse, comenzó a arrastrase, quería escapar, pero, sin pies, era imposible salir viva de aquello.

La luna, tras el eclipse, se había teñido de un color rojizo, así como de sangre. Les dolía ya la tripa de tanto reírse cuando se abalanzaron sobre Miriam para terminar el trabajo.