lunes, mayo 1

Celos

La Luna era apenas un rasguño en mitad del mantón de seda oscuro que cubría el cielo. A través del jirón de tela roto, pasaba la luz y se podía entrever la silueta de un cuerpo de mujer, de una mujer que, desnuda, permanecía recostada sobre la Luna, canturreando canciones tocadas al piano. La mujer balanceaba su brazo jugando con el infinito, cruzaba y descruzaba sus piernas de plata y exhibía su hermosa desnudez al mundo entero, que la adoraba. Al igual que la adoraban unos brillantes ojos negros. Sin embargo había alguien para quien no existía el cielo. Solo algo inmenso que vestía la mirada de la mujer que amaba y se la robaba.
Pasaron meses, quizá años en los que él despertaba cada día con la esperanza de que la mañana no se extiguiera nunca y de que la noche, con su Luna, se quedara para siempre en su escondrijo subterráneo. Pero, noche tras noche, llegaba la decepción: la Luna volvía a brillar, ella, su amada, volvía a ausentarse, a perderse en los deseos de otro cuerpo desnudo y él volvía a morir de celos. A veces, deseó ser mujer, ser como ella y que sus lágrimas llenaran el cielo entero de estrellas. A veces, temió perderla, que su amada le abandonara definitivamente por ella. A veces, temió marcharse.
Una mañana el miedo y el amor se hicieron inmensos en su pecho. Una mañana, aprovechando los primeros rayos del alba, bajó a buscar a la Luna a su escondrijo para robarle el secreto. El camino fue difícil, pero llegó hasta ella. Hablaron durante horas y él también se enamoró un poco, lo suficiente como para no guardarle rencor y marcharse, resignado, a mirar embelesado cómo su amada amaba a otra. Mientras huía llorando de vuelta a casa, una voz dulce susurró a sus espaldas "El secreto es que no hay secreto". Supo que había sido la mujer desnuda, sonrió y, al fin, se encendió en sus ojos una luz que borró para siempre cualquier atisbo de celos.