jueves, septiembre 7

Miguel

Miguel, algún día, será un jefe calvo, orondo y con bigote. En una cena de Navidad intentará emborrachar a uno de sus empleados para beneficiarse a su parienta, pero eso no pasará hasta dentro de muchos años. De momento, Miguel no es más que un muchacho flaco y desgarbado. Es inteligente, pero le falta ilusión; tiene talento, pero no carisma; es ambicioso y no tiene escrúpulos. Los muchachos así acaban mal, muy mal. Acaban con un Mercedes automático lleno de colillas, un piso céntrico mal decorado y pelotillas asentadas de forma perenne en el ombligo. Pierden el pelo antes de los 40, la costumbre del aseo diario después de los 30 y la virginidad hacia los 25 en circunstancias que a la mayoría de los mortales les avergonzaría confesar, pero a ellos no. Los chicos como Miguel suelen ser más odiados que envidiados, he aquí la mejor de las muestras de su fracaso: el éxito se mide en proporción a la envidia que se despierta en los demás.
Pero volvamos a Miguel en el momento actual, quizá cambie, es una pérdida de tiempo hacer pronósticos a tan largo plazo. Hablemos, mejor, de su pelo castaño y suave y de la chica que acaba de unirse a él y a su grupo de amigos en la cafetería. Es una chica alta, imponente, preciosa. Su rostro es dulce y su cuerpo salvaje. Es perfecta. Miguel se fija en ella. Todos se fijan en ella. Miguel quiere atraerla. Todos quieren atraerla. Pero la táctica de Miguel es quizá la peor de todas. Desenfunda su chulería, hace alarde de su altivez, presume de sus ridículas excentricidades... La chica agacha un poco más su humilde mirada con cada envite de Miguel. El muchacho comprueba el fracaso de sus estratagemas para lograr que la chica se fije en él. Antes de mostrarse derrotado, es preferible huir con la cabeza bien alta.
-Y yo que pensaba que este chico me iba a caer bien...