viernes, septiembre 1

Él

Él ni siquiera tenía nombre: amante padre, esposo fiel y trabajador honrado. Aquel hombre casado con una mujer demasiado guapa para él era poco más que eso. Era Él, pero nunca podría definirse como "yo" porque su vida estaba repartida entre tantas personas que apenas guardaba para sí una minúscula porción de su ser: la encargada de dormir.
Él era feliz. Si la ignorancia es la felicidad, la plenitud que creía que había alcanzado su vida se basaba en una absoluta ausencia de reflexión acerca de los años que había dejado atrás. Sobra decir que fabular acerca de su futuro no formaba parte de sus planes.
Él era feliz desde los 20 años, cuando conoció a Bella. Se enamoró nada más verla. Ella llevaba un vestido de flores, sin escote, pero corto, muy corto. Aquellas piernas podrían hacer perder la cabeza a cualquier hombre y, sin embargo, Él tomó la firme decisión de mantenerse en su lugar, de no hacer nada (ni siquiera mirar por el rabillo del ojo) porque ante mujeres como aquella lo mejor era no dejarse llevar. Entonces fue Bella quien se acercó, con su melena pelirroja y sus aires resueltos. Ella se acercó y le pidió un pitillo. Le preguntó el nombre. A Él le costó responder: balbuceaba, las palabras salían torpemente de sus labios y su mente apenas lograba pronunciar frases coherentes ocupada como estaba en procurar no enamorarse de aquella Diosa. "Demasiado tarde", pensó tras unos minutos de conversación. Dos años más tarde se casaba con una Ana Bella embarazadísima.
A partir de ese momento todo fluyó con normalidad: encontró un trabajo estable como contable, procuró ofrecer a su familia una vida digna, aunque sin grandes pretensiones. Leía un libro una vez al año, escuchaba los mismos discos desde que tenía 17 años y su vida transcurriría con absoluta normalidad si no fuera por una salvedad: Ana Bella, la mujer que había convencido a su padre para que le recomendara en la oficina como contable, la mujer que le había dado los tres hijos más maravillosos del mundo,
la mujer que nunca había llegado a comprender y que jamás se desnudaba con la luz encendida. Ana Bella se convirtió, desde el principio en una obsesión y, al mismo tiempo, en una fuente de mansedumbre y serenidad. Ella le inspiraba armonía y por eso su vida transcurría sin vaivenes inoportunos. Lo más extraordinario que le había ocurrido en los últimos tiempos había sido la copa de más a la que le invitó su jefe (un señor orondo, calvo y con bigote) en la cena de Navidad de la empresa de hace unos años.
Luego estaban los chiquillos. De vez en cuando daban algún pequeño sobresalto, pero estaban en la edad, sobre todo Raquel.
Entró en la habitación y allí estaba Bella.

1 Comentarios:

Blogger Eugenio said...

1.Sigue.
2.Odio a las mujeres que no se desnudan con la luz encendida. Lo mejor del sexo es ver a la mujer desnuda.

septiembre 01, 2006 1:33 p. m.  

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