Como un sueño
Todo comenzó como un sueño, real y confuso al mismo tiempo. No me salían las palabras y mis piernas, paralizadas por el miedo, no acertaban a moverse. Hacía calor y sudaba, pero el sudor era frío y recorría mi espalda como la hoja de un afilado cuchillo que intentara atravesarme. Sentía miedo, aún no sabía por qué, aún no. Todo estaba oscuro y solo me veía a mí misma en medio de la sala vacía, vacía hasta que llegó él, encendió la luz y pude ver la estancia. Era mi habitación, sabía que lo era, pero, en realidad, no se parecía en absoluto a mi cuarto en la vida real. Esta es la extraña paradoja de los sueños: las cosas nunca parecen lo que son. Todo fue muy rápido a partir de este momento: mis manos, atadas al cabecero de roble de mi cama; mi cuerpo desnudo, cubierto solo por las sábanas; las lágrimas cayendo por mi rostro; la luz, de nuevo, tenue y difusa (aunque no del todo ausente); y él, en el umbral de la puerta, también llorando, vestido con un sobrio traje negro, como de luto. Y esa mano que apareció de entre las sombras para robármelo y alejarlo de mi lado. Yo gritaba, pataleaba, luchaba contra las cuerdas que apresaban mis muñecas, pero era inútil, nunca lograría escapar para salvarle. Entonces, agotada por el esfuerzo, simplemente lloré y cerré los ojos para no ver cómo se marchaba (cómo le hacían marchar) para siempre. Cuando volví a abrirlos, fue para comprobar que todo había pasado: estaba en mi habitación (mi habitación real), nada me ataba a la cama, volvía a ser de noche y sentí, desnuda, que él no estaba a mi lado. Empecé a llorar de nuevo y entonces alguien encendió la luz de la lamparita de noche.
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