Café solo
Este es el relato que he presentado a El Fungible, espero que os guste.
En verano siempre deambulaba desnuda por la casa. Ya sabes, cuando uno vive solo, termina por adoptar costumbres raras. A ella le gustaba vivir sola, adoraba su apartamento de cocina pequeña, muebles de IKEA y pelusas debajo del sofá. A ella le gustaba su vida y que su vida solo le perteneciera a ella. Así que cuando un desconocido comenzaba a invadir su cama más de lo que estaba dispuesta a permitir, se sentía incómoda y terminaba cortando por lo sano.
–Manu, tenemos que hablar –calló un instante mientras sacaba un cigarro–. Dame fuego.
Así era siempre el principio del final de cada historia. Primero lo bueno:
–Eres un tío genial, de lo mejorcito que ha pasado por mi vida, de verdad. Me gustas mucho y congeniamos muy bien. Además, tienes un culito encantador...
Luego lo malo:
–El problema es que ahora estoy muy liada, ya sabes: el trabajo, la casa, mis amigos de toda la vida..., una relación así, como la que tenemos, me agobia y me angustia porque siento que no le puedo dedicar tanto tiempo como debiera..., y eso no es justo, para ninguno de los dos.
Y, por último, las mentiras:
–Pero podemos seguir siendo amigos. Puedes pasarte a tomar un café de vez en cuando, en serio, no me gustaría perderte así tan... tan de repente. Me da miedo que desaparezcas por completo de mi vida y darme cuenta, cuando el tiempo haya pasado y te haya perdido para siempre, de que el problema no era que lo nuestro no funcionara, sino que, simplemente, no era el momento adecuado...
La mayoría de los hombres con los que salía eran tanto o más independientes que ella. Así que cuando ocurría todo esto, sabían perfectamente que era el instante perfecto para decir adiós. Cogían su ropa interior del primer cajón de la mesilla, su cepillo de dientes y un poco del olor a café recién hecho que inundaba la casa y se marchaban sin más. Con un agradable recuerdo, eso sí, pero sin lamentarse porque todo hubiera terminado, pues comprendían que más habría sido demasiado.
Sin embargo, también los había de esos que se enamoran fácilmente. Habían pasado las mejores semanas de su vida con ella (ella era guapa, inteligente, sociable, comprensiva..., perfecta) y se negaban a alejarse sin antes luchar por seguir poseyendo a esa mujer que nunca llegó a pertenecerles del todo. Así que algunos seguían llamando y haciendo visitas hasta que un día el móvil empezaba a estar siempre “apagado o fuera de cobertura” y no había nunca nadie en casa.
En el trabajo todos la conocían. Era difícil que una mujer así pasara desapercibida. Sin embargo, ninguno de los que la miraban todas las mañanas con esa mezcla irritante de lujuria y ensoñación podía presumir de haber estado con ella: Lucía había vivido lo suficiente para comprender que negocios y placer no debían mezclarse.
Un día, la vieron llorar mientras se preparaba un café en la máquina que hay al final del pasillo, justo al lado de la salida de emergencia. Alguien hizo correr el rumor de que un hombre, del que al fin se había enamorado, la había dejado por otra y que ella lloraba no por haberle perdido, sino porque no sabía aceptar una derrota.
Aquella tarde, cuando volvió a casa, se desnudó. Era diciembre. A partir de entonces, fuera invierno o verano, siempre iba desnuda por la casa. Algo había cambiado y ella lo sabía.
Dos tonos más y cogerá el teléfono.
–Sí, ¿quién es?
–¡Hola, Óscar!
–¡Hola, preciosa! Hacía tiempo que no tenía noticias tuyas. ¿Qué es de tu vida?
Así era siempre el principio del final de cada historia. Primero lo bueno:
–Eres un tío genial, de lo mejorcito que ha pasado por mi vida, de verdad. Me gustas mucho y congeniamos muy bien. Además, tienes un culito encantador...
Luego lo malo:
–El problema es que ahora estoy muy liada, ya sabes: el trabajo, la casa, mis amigos de toda la vida..., una relación así, como la que tenemos, me agobia y me angustia porque siento que no le puedo dedicar tanto tiempo como debiera..., y eso no es justo, para ninguno de los dos.
Y, por último, las mentiras:
–Pero podemos seguir siendo amigos. Puedes pasarte a tomar un café de vez en cuando, en serio, no me gustaría perderte así tan... tan de repente. Me da miedo que desaparezcas por completo de mi vida y darme cuenta, cuando el tiempo haya pasado y te haya perdido para siempre, de que el problema no era que lo nuestro no funcionara, sino que, simplemente, no era el momento adecuado...
La mayoría de los hombres con los que salía eran tanto o más independientes que ella. Así que cuando ocurría todo esto, sabían perfectamente que era el instante perfecto para decir adiós. Cogían su ropa interior del primer cajón de la mesilla, su cepillo de dientes y un poco del olor a café recién hecho que inundaba la casa y se marchaban sin más. Con un agradable recuerdo, eso sí, pero sin lamentarse porque todo hubiera terminado, pues comprendían que más habría sido demasiado.
Sin embargo, también los había de esos que se enamoran fácilmente. Habían pasado las mejores semanas de su vida con ella (ella era guapa, inteligente, sociable, comprensiva..., perfecta) y se negaban a alejarse sin antes luchar por seguir poseyendo a esa mujer que nunca llegó a pertenecerles del todo. Así que algunos seguían llamando y haciendo visitas hasta que un día el móvil empezaba a estar siempre “apagado o fuera de cobertura” y no había nunca nadie en casa.
En el trabajo todos la conocían. Era difícil que una mujer así pasara desapercibida. Sin embargo, ninguno de los que la miraban todas las mañanas con esa mezcla irritante de lujuria y ensoñación podía presumir de haber estado con ella: Lucía había vivido lo suficiente para comprender que negocios y placer no debían mezclarse.
Un día, la vieron llorar mientras se preparaba un café en la máquina que hay al final del pasillo, justo al lado de la salida de emergencia. Alguien hizo correr el rumor de que un hombre, del que al fin se había enamorado, la había dejado por otra y que ella lloraba no por haberle perdido, sino porque no sabía aceptar una derrota.
Aquella tarde, cuando volvió a casa, se desnudó. Era diciembre. A partir de entonces, fuera invierno o verano, siempre iba desnuda por la casa. Algo había cambiado y ella lo sabía.
Dos tonos más y cogerá el teléfono.
–Sí, ¿quién es?
–¡Hola, Óscar!
–¡Hola, preciosa! Hacía tiempo que no tenía noticias tuyas. ¿Qué es de tu vida?
–¿Alguna vez te has cansado de hacer lo que estás haciendo?
–Sí, bueno, yo también estoy harto del papeleo de la oficina, si te refieres a eso...
Y, como siempre que hacía un chiste fácil en un momento inoportuno, solo se escuchó su sonrisilla nerviosa.
–Para, hablo en serio –la voz de Lucía sonaba entrecortada. ¿Iba a llorar? ¿De verdad iba a hacerlo? No podía creerlo, y Óscar que pensaba que jamás viviría para ver aquello...
* * *
Hay gente que piensa que los hombres no saben mentir. Ingenuos.
–Pero podemos seguir siendo amigos. Puedes pasarte a tomar un café de vez en cuando, en serio, no me gustaría perderte así tan... tan de repente. Me da miedo que desaparezcas por completo de mi vida...
Y blablablá. ¿Cuántas veces había escuchado el mismo discurso? Cuando le decían esto, Óscar siempre lloraba. No delante de quien acababa de amargarle la tarde, la mañana o lo que fuera, desde luego que no, pero sí a solas cuando volvía a casa. A veces llamaba a Lucía, pero como ella siempre justificaba a la otra parte, en los últimos tiempos, poco antes de que acabara aquella vida trashumante, dejó de hacerlo. Nadie puede imaginar cuánto la envidiaba. Manejaba a los hombres a su antojo sin llegar a sufrir por ellos, era su diosa.
El caso es que, por suerte o por fortuna, Óscar se echó un novio que le duró más de lo habitual. Alguien les regaló una planta por su aniversario y, como no eran capaces de decidir quién debía quedársela para cuidarla, se fueron a vivir juntos y eliminaron el problema de raíz.
–Pequeña, ¿estás bien? Si quieres quedamos para tomar un café y lo hablamos con más calma. Tengo la tarde libre, te dejo que me secuestres...
No hizo falta nada más: un minuto escaso de conversación le había servido a Lucía para saber qué le pasaba y qué debía hacer para acabar con sus temores e inquietudes de una vez:
–Déjalo, creo que ya sé lo que voy a hacer.
Y Lucía salió de casa a comprarse una planta de interior que puso al lado de la estantería del salón, una de esas estanterías con libros descolocados, cada uno de su padre y de su madre. Cuando vio su plantita allí, tan verde y tan estirada, se sintió orgullosa de su decisión y se rió a carcajadas de aquel momento de crisis que ya parecía pertenecer al más lejano de los pasados.
Llamaron a la puerta. Mierda, debía ser el pesado ese..., ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Manu! Con las ganas que tenía ella de estar sola..., pero hubo suerte, era Óscar. Le abrió la puerta con una gran sonrisa en la cara y Óscar comprendió que el peligro había pasado. Lucía preparó café: con leche para él y solo para ella..., ¡y cuánto le gustaba a Lucía el café solo!
–Sí, bueno, yo también estoy harto del papeleo de la oficina, si te refieres a eso...
Y, como siempre que hacía un chiste fácil en un momento inoportuno, solo se escuchó su sonrisilla nerviosa.
–Para, hablo en serio –la voz de Lucía sonaba entrecortada. ¿Iba a llorar? ¿De verdad iba a hacerlo? No podía creerlo, y Óscar que pensaba que jamás viviría para ver aquello...
* * *
Hay gente que piensa que los hombres no saben mentir. Ingenuos.
–Pero podemos seguir siendo amigos. Puedes pasarte a tomar un café de vez en cuando, en serio, no me gustaría perderte así tan... tan de repente. Me da miedo que desaparezcas por completo de mi vida...
Y blablablá. ¿Cuántas veces había escuchado el mismo discurso? Cuando le decían esto, Óscar siempre lloraba. No delante de quien acababa de amargarle la tarde, la mañana o lo que fuera, desde luego que no, pero sí a solas cuando volvía a casa. A veces llamaba a Lucía, pero como ella siempre justificaba a la otra parte, en los últimos tiempos, poco antes de que acabara aquella vida trashumante, dejó de hacerlo. Nadie puede imaginar cuánto la envidiaba. Manejaba a los hombres a su antojo sin llegar a sufrir por ellos, era su diosa.
El caso es que, por suerte o por fortuna, Óscar se echó un novio que le duró más de lo habitual. Alguien les regaló una planta por su aniversario y, como no eran capaces de decidir quién debía quedársela para cuidarla, se fueron a vivir juntos y eliminaron el problema de raíz.
–Pequeña, ¿estás bien? Si quieres quedamos para tomar un café y lo hablamos con más calma. Tengo la tarde libre, te dejo que me secuestres...
No hizo falta nada más: un minuto escaso de conversación le había servido a Lucía para saber qué le pasaba y qué debía hacer para acabar con sus temores e inquietudes de una vez:
–Déjalo, creo que ya sé lo que voy a hacer.
Y Lucía salió de casa a comprarse una planta de interior que puso al lado de la estantería del salón, una de esas estanterías con libros descolocados, cada uno de su padre y de su madre. Cuando vio su plantita allí, tan verde y tan estirada, se sintió orgullosa de su decisión y se rió a carcajadas de aquel momento de crisis que ya parecía pertenecer al más lejano de los pasados.
Llamaron a la puerta. Mierda, debía ser el pesado ese..., ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Manu! Con las ganas que tenía ella de estar sola..., pero hubo suerte, era Óscar. Le abrió la puerta con una gran sonrisa en la cara y Óscar comprendió que el peligro había pasado. Lucía preparó café: con leche para él y solo para ella..., ¡y cuánto le gustaba a Lucía el café solo!
0 Comentarios:
Publicar un comentario
<< Home